Kimberly Baker


29 de octubre de 2010

En una declaración reciente, Ludwig Minelli, fundador de la clínica suiza de la muerte, Dignitas, hizo un llamado para que se legalicen las drogas letales para los consternados cónyuges de sus clientes suicidas, si desean seguir a sus seres queridos en ponerle fin a su vida.

El suicidio asistido se ha convertido en un asunto cada vez más controvertido a medida que los defensores insisten que es una manera humana y digna de morir. Los esfuerzos por volcar la opinión pública a favor del suicidio asistido incluyen un llamado a la autonomía del paciente y la libertad de elección. Los oponentes al suicidio asistido son criticados por la falta de compasión cuando tratan de evitar que un anciano, un discapacitado o un enfermo terminal decida poner fin a su sufrimiento mediante el suicidio.

Sin embargo, la elección de terminar la vida de uno no es un ejercicio de libertad; es en última instancia una manifestación de pérdida y desesperación. El deseo de terminar una enfermedad dolorosa es una razón para una tendencia suicida, pero hay maneras de eliminar el dolor sin matar al paciente. Por mucho, la razón más común para una tendencia suicida es una autopercepción como carga, como indigno del tiempo o cuidado de otra persona. Algo anda muy mal cuando las personas, por sentimientos de culpa, temor o tristeza, comienzan a definir su valor y sentido de sí mismas únicamente en términos de “utilidad” para los demás.

Esta idea de ser una “carga” demuestra una falta de esperanza. De acuerdo con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, el suicidio es la undécima causa principal de muerte entre la población estadounidense general, y la tercera causa principal de muerte entre los jóvenes de 15 a 24 años de edad. (¿Qué dice esta falta de esperanza sobre nuestra cultura y especialmente la generación más joven?)

Quitarse la vida no es un acto de valentía; es un escape. Sin embargo, se podría decir que la decisión de seguir viviendo a pesar de las dificultades es el acto supremo de valor y una expresión importante de libertad.

Si los gobiernos y las sociedades alientan el “derecho a morir” entre los ancianos, los discapacitados y los enfermos terminales, ¿dónde se puede trazar la raya entre los que también desean ponerle fin a su vida? ¿No debilita los esfuerzos de prevención del suicidio y crea una doble moral cuando los suicidios de ciertas clases de personas son vistos oficialmente como “buenos” o aceptables?

Es trágico para un anciano o discapacitado decir: “No valgo nada en este estado, tengo dolor, soy inútil, soy feo, estoy acumulando deudas médicas para mi familia, quiero morirme y desaparecer”. Es la persona suicida la que es prisionera, la que se siente atrapada.

¿Entonces dónde yace la verdadera libertad? Estar seguro de la dignidad y valor personales y estar convencido de que Dios nos ama inmensamente y que tenemos un valor infinito, permite a una persona ser verdaderamente libre. En tal libertad y seguridad, considerarse como carga no es ni siguiera una opción. La vida aún es demasiado bella, demasiado llena de misterios y asombro, para terminarla. Si la vida es un don, uno nunca debería sentirse culpable por simplemente existir.

Es la comercialización de la muerte como solución lo que socava la esperanza y la libertad. Pero es la experiencia del amor, del amor auténtico —que incluye la preocupación genuina y la afirmación sincera— lo que inspira esperanza, que hace que una persona quiera vivir.



Kimberly Baker es asistente ejecutiva del Secretariado de Actividades Pro Vida de la Conferencia de Obispos Católicos de EE. UU. Para obtener más información acerca de las actividades pro vida de los obispos, visite www.usccb.org/prolife.

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