Entrenamiento para Catequistas - Ryan

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La catequesis sobre el Sacramentode la Penitencia y la Reconciliación

por Padre Peter J. Ryan, SJ

"Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Juan 3:16). Al reflexionar sobre ese pasaje familiar, podemos empezar a comprender la importancia del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación.


El plan de Dios de la salvación a través de Jesús

Recordemos en primer lugar el contexto de la decisión de Dios de enviar a su Hijo. Viendo a su amada raza humana caer en el pecado, que lleva a la muerte y la pérdida eterna, y sabiendo que los seres humanos eran totalmente incapaces de salvarse a sí mismos, el Dios Trino respondió con un plan misericordioso de salvación.

Dios primero abrió el camino a la salvación a través de la ley y los profetas del Antiguo Testamento. Como dice la cuarta plegaria eucarística: "Y cuando por desobediencia [el hombre] perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación".

Entonces, cuando el tiempo se había cumplido, se dio el don excepcional. La segunda Persona de la Trinidad, la Palabra Eterna, entró en su propia creación. A través del poder del Espíritu Santo, se encarnó en el seno de la Virgen María y se hizo uno de nosotros. Una vez más, leemos en la cuarta plegaria eucarística: "Y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. Él se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María, la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado". Así, el Hijo, sin dejar de ser divino, se convirtió en hombre —un hombre perfectamente obediente— en Jesucristo a fin a cumplir la misión encomendada a él por el Padre.

Un himno familiar de Navidad expresa maravillosamente la humildad del Señor al venir como lo hizo para ofrecerse a sí mismo por nuestra salvación:

¿Por qué yace Él en un lugar tan humilde,
donde se alimentan el buey y el asno?

Buenos cristianos, teman, por los pecadores aquí
la Palabra silenciosa está suplicando.

Clavos y una lanza lo traspasarán,
la cruz será cargada por mí, por ti.

Vivemos a la Palabra hecha carne,
al Niño, al Hijo de María.

Ahora recordemos la vida que Jesús vivió entre nosotros. Él predicó el Reino de Dios y dio testimonio de él con gran compasión y signos poderosos. Instó a sus oyentes a arrepentirse y creer en la buena nueva de la salvación. Permaneciendo fiel a la voluntad del Padre a través de un terrible sufrimiento e incluso la muerte misma, ganó nuestra salvación. Pues la muerte de Jesús fue vencida por su resurrección: "Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, ya que no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio" (Hechos 2:22). Ahora ascendido a los cielos, él nos bendice por medio de los sacramentos de la Iglesia y nos sostiene con el don del Padre del Espíritu Santo. Jesús nos da el poder para permanecer fieles a través de las pruebas de esta vida y así seamos capaces de entrar en su reino consumado y participar de la intimidad divina y de la vida gozosa de la resurrección para siempre.


Podemos recibir el don de la salvación sólo si cooperamos con la gracia de Dios

Lleno del Espíritu Santo, el ya audaz san Pedro anunció el plan de salvación de Dios en el primero de los sermones cristianos el domingo de Pentecostés. El corazón de sus oyentes se conmovió, así que preguntaron: "¿Qué tenemos que hacer, hermanos?" Pedro les contestó: "Arrepiéntanse y bautícense en el nombre de Jesucristo para el perdón de sus pecados y recibirán el Espíritu Santo". Les exhortó, "Pónganse a salvo de este mundo corrompido" (Hechos 2:37-38, 40). Las palabras de Pedro se aplican a nosotros y a la gente de todas las épocas. Él enseña que nuestra salvación eterna depende de cómo respondamos a la graciosa oferta de Dios.

Dios ha dispuesto este plan misericordioso de salvación porque "tanto amó al mundo". El Padre amó tanto al mundo que envió a su único Hijo a pesar de saber todo lo que tendría que soportar. El Hijo, que es Dios encarnado, amó tanto al mundo que entregó su vida para salvarnos. Y el Espíritu Santo, que es también divino, nos ama tanto que nos transforma desde dentro y mora con nosotros.

En pocas palabras, el Dios Trino no quiere que perezcamos sino que tengamos vida eterna, así que nos ofrece graciosamente el don de la salvación. Pero la salvación no es automática. Es posible perderse. De hecho, el mismo Señor que derrama su sangre en la cruz por nosotros, para que podamos ser salvos, deja claro que algunos se pierden: "yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán" (Lc 13:24). Él indica que entre los perdidos estarán algunos que, a pesar de considerarse personas rectas, no atendieron las necesidades del Señor en los más pequeños de sus hermanos y hermanas (véase Mt 25:41-46). Jesús llega a decir que muchos de los que sostienen haber actuado en su nombre no han hecho la voluntad del Padre y por lo tanto no podrán entrar en el reino (véase Mt 7:21-23).

El don de la salvación es eso precisamente: una dádiva. Sin embargo, requiere de nuestra libre cooperación. Tal como Dios libremente nos ofrece el don de la salvación, así nosotros debemos responder libremente. Como lo explica C. S. Lewis a través del viejo diablo Escrutopo, "Para Él, sería inútil meramente anular una voluntad humana… No puede seducir. Sólo puede cortejar". El deseo del Señor es provocar nuestra respuesta de fe libre y amorosa a su iniciativa amorosa.


El don del Bautismo es la primera etapa de nuestra cooperación

Nuestra decisión de arrepentirnos, creer y ser bautizados es el comienzo de nuestra respuesta amorosa. Desde luego, la mayoría de nosotros fuimos bautizados siendo infantes y poco pudimos hacer aparte de dormir o bostezar o tal vez llorar cuando alguien pronunció los votos bautismales en nuestro nombre. Pero ahora estamos en condiciones de responder, y debemos refrendar esos votos comprometiéndonos a vivir una vida cristiana santa.

El Bautismo tiene por objeto ser una ruptura total con el pecado. Participamos en la muerte de Cristo para que también podamos compartir su vida de resurrección. San Pablo explica: "Todos los que hemos sido incorporados a Cristo Jesús por medio del bautismo, hemos sido incorporados a su muerte" (Rm 6:3). Y añade Pablo: "En efecto, por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva. Porque, si hemos estado íntimamente unidos a él por una muerte semejante a la suya, también lo estaremos en su resurrección" (Rm 6:4-5).

Pablo pasa a exhortarnos a permanecer fieles a nuestro compromiso bautismal. Explica que nuestro ser pecaminoso fue "crucificado con Cristo" (Rm 6:6) y que debemos pensar en nosotros como "muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rm 6:11).


El don del perdón después del Bautismo: La cooperación a través de la Penitencia y la Reconciliación

El Bautismo debe marcar el fin del pecado para nosotros, pero seamos realistas. Somos débiles y no siempre nos mantenemos fieles a nuestras promesas bautismales. No siempre nos aferramos a la gracia. No siempre decimos no al pecado. Pero el amor de Dios por nosotros es tan profundo que hace previsiones incluso para los pecados que cometemos después de ser bautizados.

El Señor no hace esto por hacer la vista gorda al pecado como podría hacerlo un padre indulgente, porque el Santo exige santidad. Peter lo deja claro en una exhortación: "Así como es santo el que los llamó, sean también ustedes santos en toda su conducta, pues la Escritura dice: 'Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo'" (1 Pedro 1:15-16). Pero el Señor no sólo exige santidad. Él nos da el poder de ser santos poniendo a nuestra disposición el perdón a través del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación y dándonos el Espíritu Santo.

¿Qué cooperación se requiere de nosotros para recibir el perdón que ofrece Jesús? Debemos reconocer humildemente nuestros pecados y volvernos al Señor. San Juan lo explica bellamente: "Si decimos que no tenemos ningún pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si, por el contrario, confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos purificará de toda maldad" (1 Juan 1:8-9).

Lo mejor, desde luego, es evitar el pecado por completo. Pero nuestro amoroso Salvador comprende nuestra debilidad y ha hecho previsiones maravillosas para ello. Una vez más, dice Juan: "Hijitos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos como intercesor ante el Padre, a Jesucristo, el justo. Porque él se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero" (1 Juan 2:1-2).

Para recibir el perdón del Señor, tenemos que acudir a un sacerdote y confesar nuestros pecados graves en especie y número, como enseña el Concilio de Trento. Esto significa que tenemos que decirle honestamente al sacerdote, sin incluir detalles innecesarios, todo pecado mortal que hayamos cometido y la frecuencia con que lo hemos cometido. Desde luego, el Señor no pide lo imposible. Más bien pide un corazón puro. Los que no puedan recordar todos sus pecados mortales sólo tienen que decir lo que recuerden tan bien como puedan.


Preguntas sobre el Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación

¿Se ha preguntado usted por qué es necesario identificar los pecados de uno, si ya Dios los conoce? Parte de la respuesta es que la palabra inspirada de Dios nos urge a hacerlo: "Confiesen sus pecados los unos a los otros y oren los unos por los otros para que se curen" (Santiago 5:16). Pero también hay otras razones. Si no hacemos esto y pedimos el perdón de Dios sólo de una manera general o sólo en nuestro propio corazón, nos es fácil racionalizar. Nos es fácil convencernos de que, después de todo, algunos pecados no son realmente pecados.

El requerimiento de reflexionar específicamente en nuestros pensamientos, palabras y acciones a la luz de la verdad revelada sobre el pecado nos ayuda a evitar dicha racionalización. Lo cierto es que incluso pensar en hablar de nuestros pecados a otro ser humano puede parecer intimidante y desagradable. Pero los sacerdotes también son pecadores, y por lo general se esfuerzan por encarnar la bondad del Señor. A menudo la experiencia de uno en el confesionario es sorprendentemente fácil y consoladora.

Aunque la experiencia de confesarse sea desagradable, las bendiciones que recibimos no guardan ninguna proporción con ese desagrado. Pues el don que recibimos de Dios cuando confesamos sinceramente nuestros pecados graves es borrarlos, devolvernos a la vida y abrirnos a las puertas de su reino. Las palabras de Pablo son aplicables aquí: "Considero que los sufrimientos de esta vida no se pueden comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros" (Romanos 8:18). Porque, como Pablo también dice, el Padre "nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo amado, por cuya sangre recibimos la redención, esto es, el perdón de los pecados" (Colosenses 1:13-14).

¿Se ha preguntado usted por qué hay que acudir a un sacerdote? Es importante tener en cuenta que cuando las personas cometen pecados mortales, se alejan de Cristo. Deliberadamente hacen lo que saben en su corazón que es gravemente equivocado e incompatible con la verdadera amistad con él. Aunque los pecadores mortales que no han renunciado a la fe todavía creen, su fe está muerta. Todavía son miembros del cuerpo de Cristo, pero por sus graves pecados se han convertido en miembros muertos. Antes de que puedan recibir la Sagrada Comunión, deben ser reintroducidos a la vida de Cristo, como él tan profundamente desea. Del mismo modo que ellos recibieron esa vida cuando un ministro representante de Cristo y su Iglesia los bautizó, así también reciben la restauración de esa vida cuando un ministro ordenado para actuar en la persona de Cristo y su Iglesia absuelve sus pecados.

El punto está bellamente ilustrado en la propia institución del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación:

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: "La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo". Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar." (Juan 20:19-23)

Jesús confía claramente su don del perdón a su Iglesia. Y los sacerdotes de la Iglesia, actuando en la persona de Jesús, están preparados para perdonar todos los pecados, sean cuales fueren, en el Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación cuando son confesados sinceramente por un penitente con un firme propósito de enmienda.

"¿Qué pasa con los pecados veniales?", podría usted preguntar. A diferencia de los pecados mortales, los pecados veniales no quitan la gracia santificante que recibimos en el Bautismo. No nos hacen miembros muertos de Cristo. Y ninguna cantidad de pecados veniales puede equivaler nunca a un solo pecado mortal. Sin embargo, alguien que peca venialmente encuentra mucho más fácil pecar mortalmente. Por ejemplo, un niño que desobedece la directiva de sus padres de no pasar tiempo con un amigo delincuente comete un pecado venial, pero luego puede encontrarse tentado de participar en actividades que él sabe que son gravemente equivocadas.

Es bueno confesar los pecados veniales. Desde luego, los pecados veniales también pueden ser perdonados de otras maneras, incluso a través de la recepción devota de la Eucaristía. Sin embargo, los católicos conscientes que no tienen pecados mortales encuentran en el Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación la gracia que necesitan para mantener el pecado fuera de su vida y crecer en santidad. Es muy útil desarrollar el hábito de la confesión frecuente, y confesarse una vez al mes no es de ninguna manera demasiado a menudo. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, "Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de las faltas diarias (pecados veniales) está recomendada vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu" (CIC 1458).


Desenmascarar la falsa paz para recibir el sacramento de la misericordia

Jesús ama a cada persona que ha vivido en este mundo y no perderá por voluntad propia a ninguna. Por tanto, a gran costo para sí, hace que la salvación esté al alcance de todos. Pero nunca se la impone a nadie. Más bien, instituyó el Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación para ofrecernos oportunidades de volvernos libremente de nuevo a él cuando nos hemos alejado tontamente.

Podemos convencernos fácilmente, incluso cuando nos apartamos del Señor, de que todo está bien. Pues naturalmente queremos estar en paz con nosotros mismos. Y admitir que no todo está bien provoca gran agitación interior. Así, racionalizamos. Esto significa conformarnos con una falsa paz. El profeta Jeremías advierte contra esto cuando reprende a los que dicen "'Paz, paz'", cuando no había paz" (Jeremías 6:14, NBJL). Lo peor es estar en pecado mortal y, como uno no quiere experimentar agitación interior, trata de convencerse de que realmente no está en problemas. Es como tener cáncer y no querer ir al médico porque no se quiere escuchar malas noticias.

Los profetas, apóstoles y santos de todas las épocas, llenos del Espíritu Santo y del amor al prójimo, han sacudido con misericordia a aquellos que están atrapados en la falsa paz. Estos modelos de santidad sabían que la salvación eterna de sus oyentes está en juego. La falsa paz finalmente será desenmascarada, y los santos saben que es mucho mejor que la máscara sea retirada ahora, cuando podemos recibir el perdón que Jesús ofrece tan graciosamente en este sacramento de misericordia, que cuando sea demasiado tarde. Cuando el velo de la falsa paz finalmente se levanta de los que están perdidos, estos no tienen paz en absoluto. Pero podemos encontrar la verdadera paz ahora en el Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación. Esa paz llega más profundo que ningún sufrimiento y alcanza su plenitud en la gozosa vida de resurrección del Reino.

Jesús tiene un toque personal maravilloso que utiliza para animar a la gente a volverse a él. Porque él está realmente interesado en la gente, realmente interesado en usted y en mí. Él hace todo lo posible para apelar a nuestro corazón cuando estamos perdidos. Incluso se asocia con pecadores. Al ser cuestionado sobre esto, dice que es el enfermo el que necesita un médico, e insta a sus críticos a comprender que Dios quiere de corazón la misericordia y no sólo acciones externas: "Vayan, pues, y aprendan lo que significa: 'Yo quiero misericordia y no sacrificios'" (Mt 9:13).

Jesús apela también al corazón de sus oyentes por medio de parábolas. Para animar a volver a los que se han descarriado, cuenta la historia del pastor amoroso que busca su oveja perdida. Al encontrarla, el pastor "la carga sobre sus hombros, lleno de alegría", e incluso reúne a sus amigos para regocijarse con él. Es difícil imaginar un mayor estímulo para los perdidos que las palabras finales de Jesús en esta parábola: "Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse" (Lc 15:4-7).

Las palabras y hechos de Jesús reflejan la enseñanza que acabamos de considerar. Cuando, por ejemplo, el diminuto Zaqueo sube a un árbol para ver a Jesús, el Señor lo anima a arrepentirse honrándolo. Dice: "Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa". Cuando Zaqueo responde con alegría y se arrepiente, Jesús explica que "el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido" (Lc 19:10).

Tales momentos de gracia no se limitan a los acontecimientos narrados en el Evangelio. Incluso ahora Jesús ofrece su gracia. Incluso ahora se llega a los perdidos. Incluso ahora desea traer el perdón y la alegría al pecador arrepentido. Dado que tanto hay en juego, y el tierno amor de nuestro Señor por nosotros es tan profundo, tenemos todas las razones para buscar profundamente en nuestro corazón y ver lo que debemos llevar al Señor en el Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación.

Es fundamental que nos preguntemos: "¿Es posible que esté en pecado mortal y no pueda entrar en el reino tal como soy?" Si hemos racionalizado nuestros pecados y nos hemos vuelto ciegos a ellos, sólo tenemos que volvernos al Señor y pedirle sinceramente que nos los revele. Jesús nos mostrará, con gran gentileza y compasión, lo que tenemos que ver sobre nuestra vida. Él quiere ayudarnos a salir de una situación tan terrible y llevarnos a la vida eterna.

Si después de tal examen de conciencia, nos acogemos al gran Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación, podemos estar confiados en que nuestro Señor misericordioso perdonará nuestros pecados y nos restaurará a la vida. Él nos dará la gracia que necesitamos para cambiar lo que tengamos que cambiar y así podamos permanecer en amistad con él. Él nos pondrá en el camino gozoso a su reino, donde beberemos de su bondad y misericordia para siempre.


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