El Encuentro con el Cristo Sanador en la Eucaristía

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El Encuentro con el Cristo Sanador en la Eucaristía

Por Juan Carlos Moreno, MA

El Sacramento de la Sagrada Eucaristía es el tesoro más grande que nuestro Señor Jesucristo nos dejó. En ella se nos da, no solamente la gracia, sino al autor mismo de la gracia, Jesucristo en su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso su celebración en la Misa se encuentra en el centro de nuestra fe. Es el sacramento cumbre, ya que en él, Cristo, sacerdote y víctima se ofrece al Padre por nuestra Redención. Es por eso que san Juan Pablo II afirma en Ecclesia de Eucharistia, que la Iglesia vive de la Eucaristía. Es el Sacramento de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Es tan central para nuestra vida de fe que la Iglesia, como madre y maestra, nos invita a santificar el día de la Resurrección, asistiendo a Misa todos los domingos y días de precepto.1 Participando de la Eucaristía en la Comunión nos unimos al Cristo que predicó, al Cristo que expulsó al mal, nos unimos al Cristo que sanó a los enfermos, al Cristo que venció sobre el pecado y la muerte. Vivimos momentos de intensa necesidad de sanación en nuestra sociedad y nuestra Iglesia y por eso pienso que la formación catequética debe considerar este aspeto de comunión con el Cristo que sana.

Ante todo, debemos de tener muy claro en nuestro corazón que nuestro Dios es un Dios que quiere nuestra salud. Las Sagradas Escrituras de principio a fin nos presentan abundantes ejemplos del poder sanador de Dios. Un marcado ejemplo es la declaración encontrada en el libro del Éxodo: “Si escuchas atentamente la voz de Yahvé, tu Dios, y haces lo recto a sus ojos, y obedeces sus mandatos y guardas todos sus preceptos, no te afligiré con ninguna de las plagas con que afligí a los egipcios; porque yo soy Yahvé, el que te sana” (Ex 15:26).

El Señor como Dios de sanación se manifiesta después de salvar a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Cuando el pueblo de Dios se ve afligido por serpientes venenosas como castigo ante su queja por la falta de agua y comida, al mostrarse arrepentidos, Dios manda a Moisés a hacer una serpiente montada en un mástil, para que todo el que hubiera sido mordido viera la imagen, y fuera sanado (ver Núm 21:4-9 BJL). Este pasaje es un anticipo de la sanación que Jesús nos da por su Pasión, como nos explica Juan el evangelista: “Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna” (Jn 3:14-15 BJL).

A través del resto del Antiguo Testamento, el Pentateuco, los Profetas y los Escritos, la imagen del Señor como sanador está presente como un aspecto central de la relación de Dios con su Pueblo.2 En el Nuevo Testamento, Jesús, la perfecta revelación del Padre, anuncia al principio de su ministerio que nuestra sanación es parte integral del mismo. En el evangelio de Lucas vemos a Jesús proclamar, citando al profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4:18-19 BJL).

Como vemos, parte esencial de su triple ministerio, que incluye la proclamación y la liberación, es precisamente la sanación. Con Jesús, la sanación usualmente requiere una manifestación de la fe de la persona. La voluntad de Dios para sanarnos requiere nuestra cooperación, requiere del sí de nuestra fe, y desemboca en un incremento, una intensificación de la fe del sanado y de los testigos de la sanación.

Jesús quiso continuar su triple ministerio en la Iglesia después de su Ascensión al cielo, y con ese propósito, en la Gran Comisión nos promete su presencia y da a la Iglesia el encargo de salir, predicar, celebrar los sacramentos, y enseñar: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19-20 BJL). Su presencia  se extiende de esta manera por todas las naciones y a través de todos los tiempos. Su poder sanador está eminentemente presente en los sacramentos de sanación, que son la Reconciliación y Penitencia, y la Unción de los Enfermos, más no se concentra únicamente en ellos. El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña los aspectos sanadores de la Eucaristía, principalmente en la comunión como alimento espiritual y medicina del alma.  En el numeral 1392 leemos: “Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual.” En el mismo numeral continua: “La comunión… conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo.” Finalmente, y de manera explícita leemos: “Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales” (CIC 1394). El aspecto medicinal nos lo explica el catecismo más adelante, explicando que la comunión nos separa del pecado, y nos preserva de futuros pecados (CIC 1393).

Algo más que el catecismo explícitamente enseña sobre la sanación y la Eucaristía, que quizás no hemos enfatizado en la formación catequética es la Eucaristía como viático, o comida para el camino. La Iglesia desde tiempos antiguos se ha preocupado por compartir la Eucaristía con los enfermos, reservando el Cuerpo de Cristo después de la consagración. Así se realiza el deseo de Jesucristo de estar con nosotros en todos los momentos de nuestra vida, incluso en los momentos de sufrimiento y enfermedad. De manera similar en que los sacramentos del Bautismo, Confirmación, y la Eucaristía están unidos para la iniciación cristiana al principio de nuestra vida de fe, la Penitencia, Unción de los Enfermos y la Eucaristía están también unidos, formando los sacramentos que completan nuestro peregrinar cristiano (ver CIC 1525). La transición final de la vida cristiana, con la sanación radical de la persona, se realiza en el ocaso de nuestras vidas celebrando los sacramentos de sanación, junto con la Sagrada Eucaristía.

Si la sanación fue parte esencial del ministerio terrenal de Jesús, no debería sorprendernos que haya también sanación en cada Misa, donde por la acción del Espíritu Santo y con el sacerdote actuando en la persona de Cristo, Cristo mismo se hace verdaderamente presente, cuerpo, sangre, alma y divinidad. Así como la mujer con el flujo de sangre fue sanada al tocar el manto de Jesús (ver Lc 8:43-48 BJL), también los que nos acercamos en fe ante la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía proclamamos: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.” Toda la Misa es un tesoro de sanación, porque en la Misa entramos en la presencia del Dios sanador. Aparte de este momento particular antes de la Comunión donde se menciona explícitamente nuestra sanación (“no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”), quisiera enfatizar dos momentos de la Misa que quizás no hemos considerado antes como momentos de sanación.  En primera instancia tenemos el Acto Penitencial. Durante el Acto Penitencial observamos un cierto patrón: al entrar en la presencia de Dios, reconocemos nuestra debilidad y nuestro pecado cuando rezamos “yo confieso...” Somos débiles pecadores, afectados por un gran número de aflicciones y enfermedades. Al entrar en la presencia de Dios y reconociendo nuestras aflicciones imitamos a otros que en esta misma situación voltearon hacia el Señor. Con el ciego sentado junto al camino pidiendo limosna clamamos “¡Jesús, Hijo de David, ¡ten compasión de mi! (ver Lc 18:35-43 BJL). Este grito es inmortalizado en las Escrituras, y también en la liturgia cuando clamamos “¡Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad!” Como el ciego de Jericó, nosotros también recibimos la sanación y la salvación en Jesucristo.

El segundo momento de sanación en la Misa lo encontramos durante el Signo de la Paz. El término hebreo que traducimos como paz, “Shalom,” tiene un significado más profundo. En el lenguaje original y en su raíz, el término “Shalom” no se trata sólo de paz como ausencia de conflicto, sino que implica salud, bienestar, “estar completo.”3  Este estado de salud, de integridad y de paz es el resultado de vivir en la presencia de Dios. Esto es lo que manifestamos con este saludo, y es lo que estamos llamados a compartir con los demás cuando en la despedida somos enviados en esta paz a proclamar la buena nueva al mundo.

Finalmente, como ya lo mencionamos, la Comunión es el momento culmen de encuentro con el Señor Jesucristo redentor y sanador nuestro. De hecho, abundan los testimonios de personas que han encontrado la sanación de toda índole (física, mental, emocional, etc.) al recibir con fe a Jesús sacramentado.

Por el Bautismo, estamos llamados a la misión de evangelización y redención, es decir, de llevar la presencia y la Buena Noticia de Cristo a tantos y tantos afectados por enfermedades, vicios, y pecados. Como líderes en la formación catequética tenemos acceso a tantos padres, jóvenes y niños que buscan encontrar la paz de Dios en sus vidas. Como figuras del Cristo sanador, es nuestra labor guiar a estas personas hacia el encuentro con Cristo en todos los contextos catequéticos. Parte esencial de nuestra labor catequética es caminar con las personas en su peregrinar de fe, y ayudarles a descubrir que el vacío que sienten en su corazón sólo puede ser llenado por Dios, un Dios amoroso y misericordioso que quiere sanar y salvarnos a todos.

Referencias

Todas las referencias bíblicas provienen de la Biblia de Jerusalén Latinoamericana:
Biblia de Jerusalén Latinoamericana. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2007.

Catecismo de la Iglesia Católica (2ª ed.). Washington, DC:
Libreria Editrice Vaticana-United States Conference of Catholic Bishops, 2001

The Anchor Yale Bible Dictionary (New York: Doubleday, 1992)

[1] Ver CIC 2041

[2] Howard Clark Kee, “Medicine and Healing,” ed. David Noel Freedman, The Anchor Yale Bible Dictionary (New York: Doubleday, 1992), 659.

[3] Joseph P. Healey, “Peace: Old Testament,” ed. David Noel Freedman, The Anchor Yale Bible Dictionary (New York: Doubleday, 1992), 206.