Capítulo 9. Reciban el Espíritu Santo
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más clara de sí mismo. (CIC, no. 684, citando San Gregorio
Nacianceno,
Orationes theologicae
5, 26)
Llevó tiempo reconocer y proclamar el hecho de que el Espíritu
Santo es Dios —igual que el Padre y el Hijo en su ser, de la misma
naturaleza divina que ellos (
consubstancial
a ellos), la Tercera Persona de
la Santísima Trinidad. En el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo está
oculto, aunque activo. “Cuando la Iglesia lee el Antiguo Testamento,
investiga en él lo que el Espíritu, “que habló por los profetas”, quiere
decirnos acerca de Cristo” (CIC, no. 702). Tanto la palabra hebrea como
la griega para
Espíritu
querían decir originalmente un “soplo”, “aire” o
“viento”. Se entendía así al Espíritu como fuente de inspiración, vida y
movimiento dentro del pueblo de Dios.
De entre estos textos sagrados, la Iglesia honra la promesa de que
el Espíritu del Señor descansará sobre el Mesías y lo dotará de dones
espirituales (cf. Is 11:1-2), y la profecía de que el Mesías será conmovido
por él para “anunciar la buena nueva a los pobres, / curar a los de corazón
quebrantado, / […] pregonar el año de gracia del Señor” (Is 61:1-2).
Los Evangelios nos muestran la acción dinámica del Espíritu Santo.
Es mediante el Espíritu que Jesús es concebido en el seno de la Virgen
María. El Espíritu Santo aparece en forma de paloma sobre Jesús durante
su bautismo en el Río Jordán. Guía a Jesús al desierto antes de comenzar
su misión pública. En el discurso de la Última Cena en el Evangelio de
Juan, capítulo 16, Jesús habla con largura sobre la revelación prometida
y el envío del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es de nuevo revelado en Pentecostés, cuando
las siete semanas después de Pascua habían concluido. “La Pascua de
Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta,
da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor,
derrama profusamente el Espíritu” (CIC, no. 731).
Los Hechos de los Apóstoles y las diferentes epístolas del Nuevo
Testamento nos dan más evidencias aún de la presencia y acción
del Espíritu Santo en el primer siglo de la Iglesia. Más tarde, como
respuesta a una negación de la divinidad del Espíritu, el I Concilio de
Constantinopla (381 d.C.) declaró la divinidad del Espíritu Santo como
una constante de la fe de la Iglesia.