Statement

Declaración del Día del Trabajo 2007

Year Published
  • 2012
Language
  • English

Día del Trabajo 2007: Una ocasión para recordar y para volver a comprometerse

Reverendísimo Nicholas DiMarzio, D.D., Ph.D.
Obispo de Brooklyn
Presidente, Domestic Policy Committee
United States Conference of Catholic Bishops

3 de septiembre de 2007

El Día del Trabajo es un día festivo que tiene un propósito importante, pero a veces olvidado. Se estableció en Nueva York, en 1882, como día para honrar al trabajo y a los trabajadores, y también para celebrar las contribuciones del Movimiento Sindical Estadounidense. Para mucha gente, el Día del Trabajo ha pasado a ser un día libre más, o una ocasión para comprar útiles escolares, en lugar de ser un día en el que se honra el trabajo arduo de, entre otros, los maestros y el personal de limpieza o de la cafetería, de la escuela. Lamentablemente, a menudo es necesario un desastre atroz en las minas o un terrible atentado como el de 11/9, para recordarnos el heroísmo y la dedicación de todas las personas que diariamente trabajan bajo tierra, entran en edificios en llamas, o contribuyen al bien común con su labor y empuje cotidianos. Hay excepciones; muchas ciudades y pueblos organizan desfiles tradicionales para el Día del Trabajo y un número de diócesis católicas celebra este feriado recordando los vínculos entre la Iglesia y el movimiento sindical, con una Misa especial y oraciones para los trabajadores.

Espero que estas breves reflexiones nos ayuden a todos a recordar la importancia del Día del Trabajo, y a tener presente que la dimensión moral del trabajo y los derechos de los trabajadores constituyen el centro de nuestra tradición social católica. Al reunirnos este fin de semana del Día del Trabajo, no debemos olvidar que la economía y el comercio de nuestra nación, nuestro estándar de vida e incluso nuestro tiempo libre son, de muchas maneras, beneficios ganados con gran esfuerzo por trabajadores organizados en sindicatos, que negociaron jornales justos, y condiciones y beneficios laborales, tales como las vacaciones y la cobertura de la atención médica.

Recordemos que muchas personas en nuestro medio —y millones de ellas en todo el mundo— carecen aun de un trabajo decente o de jornales justos, trabajan sin descanso en terribles condiciones y no tienen una voz real en la vida económica. Por ejemplo, más de 40 millones de personas en nuestra propia nación carecen de una cobertura médica verdadera. Nuestra economía es fuerte en muchos aspectos, a pesar de crecientes y graves problemas en el sector de la vivienda y en el mercado crediticio. Sin embargo, esa fortaleza no se comparte de la manera amplia y profunda que nuestra tradición estadounidense de “libertad y justicia para todos”, y la doctrina católica de solidaridad y dignidad humana requieren.

Recordemos la Enseñanza Católica
Así como debemos recordar, como estadounidenses, que el Día del Trabajo conmemora a los trabajadores y los sindicatos, es importante recordar también, como católicos, que la dignidad del trabajo y los derechos de los trabajadores son elementos fundamentales de la doctrina católica, que continúan siendo un reto para los católicos. Durante más de un siglo, la Iglesia ha insistido en que “el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social” (Juan Pablo II, Laborem Exercens, 3). Nuestra tradición ha defendido el derecho de los trabajadores a reunirse, para garantizar un trabajo y un jornal decentes, y una voz en la vida económica.

Este año se cumple el 40° aniversario de la poderosa encíclica de Pablo VI, Popularum Progressio—Sobre el Desarrollo de los Pueblos. Pablo VI hizo un llamado a los católicos, para que defendieran las vidas y la dignidad de los trabajadores pobres y vulnerables, en nuestras sociedades y en todo el mundo. Pablo VI nos llamó a demostrar solidaridad con los que procuran “escapar del hambre, de la miseria, de las enfermedades endémicas y de la ignorancia”. (Populorum Progressio, 1)

Este mensaje de solidaridad y de búsqueda del bien común mundial, se edifica sobre la tradición iniciada por Leo XIII en Rerum Novarum, en 1891, y se extiende por todo el siglo XX en una serie notable de encíclicas papales. Fue abrazada y extendida por las palabras proféticas y por el testimonio de Juan Pablo II, un apóstol de la solidaridad, que siempre respaldó a los trabajadores y a los pobres. Sus escritos hicieron un llamado a una sociedad basada en el “trabajo libre, en la empresa y en la participación” (Centesimus Annus, 35) e insistieron en que los sindicatos y demás asociaciones laborales son un “elemento indispensable de la vida social”. (Laborem Exercens, 20).

Nuestro actual Santo Padre, Benedicto XVI, en su primera encíclica, Deus Caritas Est, ha colocado la doctrina social de la Iglesia en el contexto del amor de Dios por nosotros y en nuestro deber de amar a “los más vulnerables”. “En la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa.” (Deus Caritas Est, 20)

Nuestra Conferencia Episcopal ha esbozado Marco católico para la vida económica, que intenta resumir esta parte esencial de la doctrina de la Iglesia en “principios para la reflexión, criterios de juicio y direcciones para la acción” https://www.usccb.org/sdwp/international/JusticiaEconómicaParaTodos.pdf). Entre los principios clave, los siguientes son especialmente apropiados para el Día del Trabajo:

  • La economía existe para el individuo, no el individuo para la economía.
     
  • Una vara moral esencial para evaluar toda economía es la situación de los pobres y vulnerables.
     
  • Todo individuo tiene derecho a la vida y a obtener las necesidades básicas de la vida (por ejemplo, alimentos, ropas, vivienda, educación, asistencia médica, un medio ambiente seguro y seguridad económica).
     
  • Todo individuo tiene derecho a la iniciativa económica, a un trabajo productivo, a jornales y beneficios justos, a condiciones laborales decentes, así como también a organizarse y ser miembro de sindicatos u otras asociaciones.

Estos principios y los criterios morales relacionados con ellos esbozados en este marco, deben ser guía de nuestras acciones y decisiones en la vida económica y pública.

Un vistazo al debate migratorio fallido
El Día del Trabajo, aunque su propósito no sea tan claro como podría ser, marca, sin embargo, un momento decisivo en el calendario y en nuestras vidas. En cierta manera, el Día del Trabajo es como un segundo Día de Año Nuevo, una ocasión para examinar los acontecimientos pasados y para mirar hacia el futuro, al trabajo que yace ante nosotros. En esta reflexión, quisiera examinar un episodio que no fue positivo para nuestra nación, y destacar ciertas señales de esperanza en el futuro.

Lo que no fue positivo fue el debate nacional sobre la reforma migratoria. Me concentro en él al acercarnos al Día del Trabajo, porque en lo esencial, la inmigración es un fenómeno de trabajadores, que vienen a nuestra tierra para tratar de obtener una vida mejor para sí mismos y sus familias mediante el trabajo. Esta discusión nacional fundamental sobre la inmigración polarizó a nuestro pueblo, paralizó al Congreso y le falló a nuestra nación. El debate fue realmente un caso de “más calor que luz”, más pasión que progreso. En mi opinión, a veces la ira prevaleció por sobre la sensatez, los mitos abrumaron los hechos, y los eslogans reemplazaron a las soluciones. Tras este debate, somos una sociedad más dividida, un pueblo más confuso y una nación incapaz de progresar en uno de los asuntos más serios y complicados que enfrentamos como nación.

Ese hecho no debe sorprendernos, pero tampoco debe disuadirnos. He pasado gran parte de mi vida y de mi ministerio trabajando en políticas y programas migratorios. Sé lo frustrantes y complicados, lo emotivos y fundamentales que son estos asuntos. Pero tenemos que ser más eficaces. Debemos encontrar una forma de volver a iniciar la discusión, de volver a abordar los asuntos más difíciles, de buscar soluciones prácticas y realistas. Este debate sacó a relucir algunos de los aspectos más negativos en nosotros. Ahora debemos apelar a lo más positivo en nosotros para poder progresar como sociedad, y como una nación íntegra y saludable.

Permítanme sugerir algunos puntos iniciales para sostener una discusión nueva y más constructiva: realismo, cortesía, moralidad y coherencia.

Primero, realismo. He oído decir, “Tienes derecho a tus propias opiniones pero no a tus propios hechos”. Existe la tentación, para todos nosotros, de mirar a la realidad con los ojos de la ideología, del temor, o de la expresión de nuestros deseos. Sin embargo, hay ciertos hechos ineludibles:

  • La situación actual de la inmigración es inaceptable e insostenible. El ‘sistema’ no funciona. Necesitamos una reforma amplia e integral.
  • Los inmigrantes vienen a nuestra nación porque en ella encuentran trabajo, que les permite ofrecer alguna esperanza y dignidad a sus familias. El trabajo que realizan es una contribución a nuestra sociedad.
  • Hay alrededor de 12 millones de personas indocumentadas entre nosotros, la mayoría de las cuales son trabajadores. Nuestra economía y nuestras comunidades dependen de ellas. Entre otras tareas, recogen nuestros platos, cosechan nuestros vegetales, limpian nuestras oficinas y hogares, y cuidan de nuestros hijos. No podemos, simplemente, desear que desaparezcan o mandarlas de vuelta. Por motivos prácticos, económicos y morales, debemos encontrar formas de sacar a estas personas de las sombras, protegerlas de la explotación y regularizar su situación para nuestro bien y para el de ellas.
  • Como en el resto de la sociedad, entre la población de inmigrantes hay un pequeño número de personas que hace daño a nuestras comunidades y presenta una conducta peligrosa. Estos individuos, como otros que perjudican a nuestra sociedad, deben ser aprehendidos y castigados, pero no se pueden utilizar sus actos censurables para demonizar a millones de personas que contribuyen a nuestra economía y a nuestra sociedad.
  • Las ‘soluciones’ unidimensionales quizás sean simples, pero a menudo son engañosas y pueden empeorar las cosas. No hay muralla suficientemente larga o alta para detener las fuerzas económicas y humanas que impulsan la inmigración.
  • La reforma migratoria no puede iniciarse ni detenerse en nuestras fronteras. La política estadounidense debe ayudar a superar la pobreza generalizada y las privaciones, la violencia y la opresión que llevan al individuo a dejar su propia tierra. Las políticas concernientes a la deuda y el desarrollo, la asistencia externa y el comercio global son elementos esenciales de toda reforma migratoria eficaz.

Segundo, cortesía. La pasión y las convicciones profundas pueden ser elementos positivos. Cuento ampliamente con ambos por mi ministerio entre inmigrantes que he llevado a cabo durante décadas. Sin embargo, la ira no puede sustituir la sensatez, los ataques no pueden sustituir el diálogo, y el alarmismo no ayudará a encontrar soluciones. El respeto a los diversos puntos de vista es un indicador de una sociedad cortés.

Ambos bandos, en el último debate, demostraron carecer de respeto en ocasiones. Los asuntos migratorios no deben utilizarse para obtener ventajas partidarias, un avance en las encuestas, ni una táctica para recaudar fondos. Debemos impedir caer en disputas sobre planes de acción, que alienten o justifiquen la hostilidad o la discriminación contra grupos étnicos. Hemos visto la utilización de estereotipos denigrantes, el llamado a nuestros peores sentimientos, y la promoción tendenciosa que pretende ser periodismo.

Los activistas deben continuar considerando problemas seriamente legítimos, como la protección de nuestras fronteras, la reducción del flujo de una inmigración ilegal, el desplazamiento potencial de los trabajadores nativos, y la posibilidad de la explotación dentro de los programas de trabajadores invitados. Estos temas no deben ignorarse, exagerarse, descartarse, ni utilizarse como armas políticas. El desacuerdo no debe degenerar en acusaciones de intolerancia, ni en imputaciones de traición de la identidad nacional. En nuestra opinión, una Iglesia que llama a una mayor caridad y justicia en la vida nacional debe practicar la caridad y la justicia en la vida pública.

Tercero, moralidad. Por moralidad, no quiero decir que la fe y los principios morales nos brinden respuestas fáciles para problemas difíciles, o que la gente de buena voluntad no pueda estar en desacuerdo sobre la mejor manera de proceder. Estoy sugiriendo, en cambio, que la forma en que analicemos y actuemos en estos asuntos debe estar moldeada y medida por principios morales fundamentales. Por ejemplo, la dignidad humana es un don de Dios, no una categoría que hay que alcanzar. Los derechos fundamentales al trabajo, a jornales decentes, a condiciones laborales seguras, a tener una voz en las decisiones y a tener la libertad de optar por ser miembro de un sindicato, no dependen del lugar en el que uno nació o de cuándo vino uno a nuestra nación. La dignidad humana y los derechos humanos no son productos que se asignan según de dónde se llegó o cuándo se llegó, o qué documentos se posee.

La moralidad esencial insiste en que la búsqueda del bien común debe prevalecer por sobre la búsqueda de intereses económicos y políticos estrechos. Además, las políticas y prácticas de inmigración necesitan promover la unidad de la familia y proteger a los niños. Las políticas y prácticas migratorias —entre las que se encuentras las redadas recientes— que separan familias deben rechazarse y resistirse. La protección de los “valores de la familia” no debe depender de la nacionalidad de esa familia ni de su categoría migratoria. La vara para medir la reforma migratoria no es cómo ésta afecta a los poderosos y seguros, sino a los débiles y vulnerables.

Estos y otros principios pueden ayudar a reiniciar un debate migratorio que nos una para encarar un problema común serio, en lugar de separarnos haciendo un llamado a nuestros temores y a nuestros intereses limitados.

Cuarto, coherencia. El fracaso de la reforma migratoria nacional ha generado un aluvión de propuestas, controversias, y disputas locales y estatales. La política migratoria no debe depender del lugar de los Estados Unidos donde uno trabaja y vive. Un mosaico de políticas en conflicto, medidas punitivas y disputas locales no puede arreglar un sistema federal fallido, pero sí puede exacerbar las divisiones que dificultan el progreso real.

Necesitamos un debate diferente, una discusión constructiva que no denigre nuestra nación ni divida a nuestro pueblo, sino que logre medidas realistas, prácticas y éticas hacia una reforma. Una discusión nacional que se base en el realismo, la cortesía y la coherencia —comprendidos correctamente— puede sentar la base para un progreso real.

Estoy orgulloso de la Campaña Católica para la Reforma Migratoria (Justice for Immigrants: A Journey of Hope) que proporcionó medios admirables y constructivos para que los católicos expongan argumentos a favor de una reforma justa e integral. Sin embargo, también debemos revisar y evaluar nuestros propios esfuerzos, y demostrar nuestra voluntad de pensar con mayor profundidad, de buscar más ampliamente y de tender lazos con mayor eficacia, mientras intentamos responder a este reto fundamental. Después de todo, este asunto define qué tipo de personas somos y en qué tipo de país nos estamos convirtiendo, implica lo que significa ser estadounidense y determina cuál es la mejor manera de acoger a los recién llegados, para ayudarlos a convertirse en parte plena de nuestra familia nacional, contribuyendo a nuestras cualidades y a nuestra unidad como pueblo.

Señales de esperanza
De la misma forma en que el fallido debate migratorio alimentó nuestros temores, también hubo indicios de esperanza, el año pasado. Por ejemplo, tras mucho retraso y un fuerte trabajo de incidencia por parte de la conferencia episcopal, del movimiento sindical y de muchos otros, los trabajadores peor remunerados de nuestra sociedad recibieron, finalmente, el primero de tres incrementos modestos del salario mínimo.

Otra señal de esperanza menos conocida es el progreso de un grupo pequeño y valiente de trabajadores, llamado “Coalición de los Trabajadores de Immokalee”. Después de años de trabajo arduo, han llegado a acuerdos con McDonald´s Corporation y Yum! Brands, Inc., la empresa propietaria de Taco Bell, que marcarán un hito. Tratarán sobre los salarios y las condiciones laborales de los campesinos que cosechan tomates en Florida.

Estos acuerdos prometen un “penique por libra” más, por los tomates de Florida, y un nuevo código de conducta en los campos. La señal de esperanza es, en primer lugar, el triunfo de la Coalición y de los mismos trabajadores. Se organizaron, protestaron, ayunaron, hicieron manifestaciones, insistieron y no permitieron que los empujaran. Cuando nadie creyó que ganarían, lucharon por su propia vida, dignidad y derechos. También es el resultado de la sensatez y de la responsabilidad social corporativa de las empresas, quienes finalmente respondieron a los trabajadores y a las condiciones laborales al llegar a estos pioneros acuerdos.

En cierta forma, ésta es también una señal de esperanza para nuestra Iglesia, que ha apoyado y respaldado a estos trabajadores en su causa justa y en sus aspiraciones legítimas. Nuestra Campaña Católica para el Desarrollo Humano ofreció un apoyo inicial esencial. La CCDH vio en la Coalición de Trabajadores de Immokalee el tipo de esfuerzo de base, que potencia y permite superar la pobreza, y que constituye la esencia de la misión de la CCDH.

Los obispos católicos de Florida, la comunidad católica más amplia, el movimiento sindical, y muchos otros hicieron un llamado al diálogo y a una mayor justicia. El obispo John Nevins, de la Diócesis de Venice, en Florida, y su sucesor, el obispo Frank J. Dewane, han respaldado constantemente a los trabajadores, orando con ellos y apoyando su causa. Como presidente del Bishops´ Domestic Policy Committee, escribí a los directores de McDonald’s Corporation y de Yum! Brands, Inc., urgiéndolos al diálogo y el acuerdo. La comunidad católica, el movimiento sindical y otros grupos, también apoyaron a estos trabajadores con muchas pequeñas acciones. Pero en el análisis final, los mismos trabajadores fueron los que crearon esta señal de esperanza para el resto de nosotros. Constituyen un ejemplo de la forma en que el valor, el sacrificio y la pasión por la justicia pueden tener su efecto. Hay mucho más para hacer y, tanto la Coalición de Trabajadores de Immokalee, como todos los trabajadores agrícolas, que siguen estando entre los trabajadores más invisibles, más abandonados y más vulnerables de nuestra nación, tienen que recorrer aun un largo camino. Sin embargo, al conmemorar el Día del Trabajo de 2007, vale la pena celebrar esta señal pequeña, pero admirable, de esperanza. Es un llamado para que todos nosotros apoyemos a los trabajadores vulnerables que merecen nuestro respaldo y solidaridad.

Conclusión
El Día del Trabajo 2007 es un momento para mirar hacia atrás, para mirar en torno y para mirar hacia el futuro. Es un día para prestar homenaje al trabajo y a los trabajadores, que son el centro de este día festivo. Es una ocasión para recordar la doctrina poderosa y coherente de la Iglesia sobre la dignidad del trabajo y los derechos de los trabajadores. Es una oportunidad para recordar las ocasiones en que nos hemos quedado cortos, y aquellas en que hemos logrado un impacto. Más que nada, como el Día de Año Nuevo, es una oportunidad para decidir ser más eficaces. Para los católicos, el Día del Trabajo 2007 es una ocasión para volver a comprometernos, con pequeñas acciones —a nuestro propio trabajo, a tratar a los demás con justicia, y a defender la vida, la dignidad y los derechos de los trabajadores, especialmente de los más vulnerables. Es un requisito de nuestra fe y una manera de promover la promesa de nuestra nación.

Labor-Day-Statement-2007-Spanish.pdf

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