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mismos, con los demás y con toda la creación. Todos necesitamos la gracia
del Señor, incluyendo su misericordia y curación.
La Sagrada Escritura da testimonio del daño particular que causa el
pecado a la relación entre el hombre y la mujer (véase Gn 3:7ss.). Con
el pecado original, la experiencia de la concupiscencia (la inclinación al
pecado) entró en la historia humana, así como el sufrimiento y la muerte.
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La comunión original del hombre y la mujer está ahora amenazada por el
pecado, incluyendo el pecado de la lujuria.
Pero sabemos que el pecado no tiene la última palabra. Cristo ha
redimido a la humanidad y nos ha hecho posible, no sólo cumplir con la
ley de Dios, sino también vivir una vida nueva de libertad en el Espíritu
Santo. En Jesús, la redención y la curación se ofrecen a cada persona.
“Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva inte-
riormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos
fortalece . . .”
27
El Evangelio es en verdad una muy buena nueva.
Nuestros cuerpos y sexualidad están incluidos en la obra de redención
de Cristo, que suscita una nueva creación que se cumple en la gloria de
la venida definitiva del Reino de Dios (véase Rm 8:18-23). ¡El cuerpo
humano tiene tanta dignidad! En la encarnación, el Hijo divino asumió
una naturaleza humana completa, cuerpo y alma. Por su resurrección,
esperamos la resurrección de nuestros propios cuerpos. En el Bautismo,
nuestros cuerpos son hechos templos del Espíritu Santo (véase 1 Co 6:19).
Ciertamente, ninguno de nosotros está libre de debilidad y concupiscencia,
que permanece después del Bautismo. Cada uno de nosotros está atrapado
en el drama del pecado y la redención; tenemos el desafío de poner a un
lado el egoísmo y esforzarnos siempre hacia el amor más perfecto. Pero el
Señor nos invita con todas nuestras debilidades a confiar y permanecer
en él: “Te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la debilidad”
(2 Co 12:9).