1. Cristo el Señor, cuando iba a celebrar con los discípulos la Cena pascual, en la que instituyó el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, mandó preparar una sala grande, ya dispuesta (Lc 22, 12). La Iglesia se ha considerado siempre comprometida por este mandato, al ir estableciendo normas para la celebración de la santísima Eucaristía relativas a la disposición de las personas, de los lugares, de los ritos y de los textos. Tanto las normas actuales, que han sido promulgadas basándose en lo determinado por el Concilio Ecuménico Vaticano II, como el nuevo Misal que en adelante empleará la Iglesia del Rito romano para la celebración de la Misa, constituyen una nueva demostración de este interés de la Iglesia, de su fe y de su amor inalterable al sublime misterio eucarístico, y testifican su tradición continua y homogénea, si bien han sido introducidas ciertas novedades.

Testimonio de fe inalterada

2. El Concilio Vaticano II ha vuelto a afirmar la naturaleza sacrificial de la Misa, solemnemente proclamada por el Concilio de Trento en consonancia con la tradición universal de la Iglesia[1]; suyas son estas significativas palabras acerca de la Misa: “Nuestro Salvador, en la Última Cena, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta que vuelva, el sacrificio de la cruz y a confiar así a su amada Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección”[2].

Esta misma enseñanza del Concilio aparece continuamente en las fórmulas de la Misa. En efecto, la doctrina del antiguo Sacramentario Leoniano: “cuantas veces se celebra el memorial de este sacrificio, se realiza la obra de nuestra redención”[3], aparece de modo claro y preciso en las Plegarias eucarísticas; en éstas, el sacerdote, al hacer la anámnesis, se dirige a Dios en nombre también de todo el pueblo, le da gracias y ofrece el sacrificio vivo y santo, es decir, la ofrenda de la Iglesia y la Víctima, por cuya inmolación el mismo Dios quiso reconciliarnos consigo[4], y pide que el Cuerpo y la Sangre de Cristo sean sacrificio agradable al Padre y salvación para el mundo entero[5].

De este modo, en el nuevo Misal, la lex orandi de la Iglesia responde a su perenne lex credendi, la cual nos recuerda que, salvo el modo diverso de ofrecer, constituyen un mismo y único sacrificio: el de la cruz y su renovación sacramental en la Misa, instituida por Cristo el Señor en la Última Cena con el mandato conferido a los Apóstoles de celebrarla en su conmemoración; y que, consiguientemente, la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio.

3. El misterio admirable de la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas, reafirmado por el Concilio Vaticano II[6] y otros documentos del Magisterio de la Iglesia[7] en el mismo sentido y con la misma autoridad con que el Concilio de Trento lo declaró materia de fe[8], se ve expresado también en la celebración de la Misa no sólo por las palabras mismas de la consagración que hacen presente a Cristo por la transubstanciación, sino además por los signos de suma reverencia y adoración que tienen lugar en la liturgia eucarística. Tal es el motivo de impulsar al pueblo cristiano a que ofrezca especial tributo de adoración a este admirable Sacramento en el día del Jueves Santo y en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

4. La naturaleza del sacerdocio ministerial, propia del Obispo y del presbítero, que en la persona de Cristo ofrecen el sacrificio y presiden la asamblea del pueblo santo, queda manifiesta en la disposición del mismo rito por la preeminencia del lugar reservado al sacerdote y por la función que desempeña. El contenido de esta función se ve expresado con particular claridad y amplitud en el prefacio de la Misa crismal en el Jueves Santo, día en que se conmemora la institución del sacerdocio. En dicho prefacio se declara la transmisión de la potestad sacerdotal por la imposición de las manos, enumerándose cada uno de los cometidos de esta potestad que es continuación de la de Cristo, Sumo Pontífice del Nuevo Testamento.

5. Esta naturaleza del sacerdocio ministerial, a su vez, coloca en su justa luz una realidad de gran importancia: el sacerdocio real de los fieles, cuya ofrenda espiritual se consuma en la unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador, por el ministerio del Obispo y de los presbíteros[9]. La celebración eucarística, en efecto, es acción de la Iglesia universal, y en ella habrá de realizar cada uno todo y sólo lo que de hecho le compete conforme al grado en que se encuentra situado dentro del pueblo de Dios. De aquí la necesidad de prestar una particular atención a determinados aspectos de la celebración que, en el decurso de los siglos, no han sido tenidos muy en cuenta. Se trata nada menos que del pueblo de Dios, adquirido por la Sangre de Cristo, congregado por el Señor, alimentado con su palabra; pueblo que ha recibido la vocación de presentar a Dios todas las peticiones de la familia humana; pueblo que, en Cristo, da gracias por el misterio de la salvación ofreciendo su sacrificio; pueblo, en fin, que por la comunión de su Cuerpo y de su Sangre se consolida en la unidad. Este pueblo, aunque ya es santo por su origen, crece de continuo en santidad por la participación consciente, activa y fructuosa en el misterio eucarístico[10].

Una tradición ininterrumpida

6. Al establecer las normas a seguir en la revisión del Ordinario de la Misa, el Concilio Vaticano II determinó, entre otras cosas, que algunos ritos “fueran restablecidos conforme a la primitiva norma de los santos Padres”[11], haciendo uso de las mismas palabras empleadas por san Pío V en la Constitución Apostólica Quo primum, al promulgar en 1570 el Misal Tridentino. El que ambos Misales romanos convengan en las mismas palabras, puede ayudar a comprender cómo, pese a mediar entre ellos una distancia de cuatro siglos, ambos recogen una misma e idéntica tradición. Y si se analiza el contenido interior de esta tradición, se ve también con cuánto acierto el nuevo Misal completa al anterior.

7. En aquellos momentos difíciles, en que se ponía en crisis la fe católica acerca de la naturaleza sacrificial de la Misa, del sacerdocio ministerial y de la presencia real y permanente de Cristo bajo las especies eucarísticas, lo que san Pío V se propuso en primer término fue salvaguardar una tradición, relativamente reciente, atacada sin verdadera razón y, por este motivo, sólo se introdujeron pequeñísimos cambios en el rito sagrado. En realidad, el Misal promulgado en 1570 apenas se diferencia del primer Misal que apareció impreso en 1474, el cual, a su vez, reproduce fielmente el Misal de la época de Inocencio III. Por otra parte, los Códices de la Biblioteca Vaticana, aunque sirvieron para corregir algunas expresiones, sin embargo no permitieron que en la investigación de “antiguos y probados autores” se fuera más allá de los comentarios litúrgicos de la Edad Media.

8. Hoy, en cambio, la “norma de los santos Padres” que trataron de seguir los que aportaron las enmiendas del Misal de san Pío V, se ha visto enriquecida con numerosísimos trabajos de investigación.

Al Sacramentario Gregoriano, editado por primera vez en 1571, han seguido los antiguos Sacramentarios Romanos y Ambrosianos, repetidas veces publicados en ediciones críticas, así como los antiguos libros litúrgicos hispanos y galicanos, que han aportado muchísimas oraciones de gran belleza espiritual, ignoradas anteriormente.

Hoy, tras el hallazgo de tantos documentos litúrgicos, incluso se conocen mejor las tradiciones de los primitivos siglos, anteriores a la constitución de los Ritos de Oriente y de Occidente.

Además, con los progresivos estudios de los santos Padres, la teología del misterio eucarístico ha recibido nuevos esclarecimientos provenientes de la doctrina de los más ilustres Padres de la antigüedad cristiana, como san Ireneo, san Ambrosio, san Cirilo de Jerusalén, san Juan Crisóstomo.

9. Por lo tanto, la “norma de los santos Padres” pide algo más que la conservación del legado transmitido por los que nos precedieron; exige abarcar y estudiar a fondo todo el pasado de la Iglesia y todas las formas de expresión que la fe única ha tenido en contextos humanos y culturales tan diferentes entre sí, como pueden ser los correspondientes a las regiones semíticas, griegas y latinas. Con esta perspectiva más amplia, hoy podemos ver cómo el Espíritu Santo suscita en el pueblo de Dios una fidelidad admirable en conservar inmutable el depósito de la fe en medio de tanta variedad de ritos y oraciones.

Adaptación a las nuevas circunstancias

10. El nuevo Misal, que testifica la lex orandi de la Iglesia Romana y conserva el depósito de la fe transmitido en los últimos Concilios, supone al mismo tiempo un paso importantísimo en la tradición litúrgica.

Es verdad que los Padres del Concilio Vaticano II reiteraron las definiciones dogmáticas del Concilio de Trento; pero les correspondió hablar en un momento histórico muy distinto, y por ello pudieron aportar sugerencias y orientaciones pastorales totalmente imprevisibles hace cuatro siglos.

11. El Concilio de Trento ya había caído en la cuenta de la utilidad del gran caudal catequético de la Misa; pero no le fue posible descender a todas las consecuencias de orden práctico. De hecho, muchos deseaban ya entonces que se permitiera emplear la lengua del pueblo en la celebración eucarística. Pero el Concilio, teniendo en cuenta las circunstancias que concurrían en aquellos momentos, se creyó en la obligación de volver a inculcar la doctrina tradicional de la Iglesia, según la cual el Sacrificio eucarístico es, ante todo, acción de Cristo mismo, y por lo tanto, su eficacia intrínseca no se ve afectada por el modo de participar seguido por los fieles. En consecuencia, se expresó de modo firme y moderado con estas palabras: “Aunque la Misa contiene mucha materia de instrucción para el pueblo, sin embargo, no pareció conveniente a los Padres que en todas partes sea celebrada en lengua vulgar”[12]. Condenó, además, al que juzgase “ser reprobable el rito de la Iglesia Romana por el que la parte correspondiente al canon y las palabras de la consagración son pronunciadas en voz baja; o que la Misa exija ser celebrada solamente en lengua vulgar”[13]. Y, no obstante, si por un motivo prohibía el uso de la lengua vernácula en la Misa, por otro, en cambio, mandaba que los pastores de almas procuraran suplir con la oportuna catequesis: “A fin de que las ovejas de Cristo no padezcan hambre . . . manda el santo Sínodo a los pastores y a cuantos tienen cura de almas, que frecuentemente en la celebración de la Misa, bien por sí mismos, bien por medio de otros, hagan una exposición sobre algo de lo que en la Misa se lee, y, además, declaren alguno de los misterios de este santísimo sacrificio, principalmente en los domingos y días festivos”[14].

12. Congregado precisamente para adaptar la Iglesia a las necesidades que su cometido apostólico encuentra en estos tiempos, el Concilio Vaticano II, lo mismo que el de Trento, prestó fundamental atención al carácter didáctico y pastoral de la sagrada Liturgia[15]. Y puesto que ahora no hay católicos que nieguen la legitimidad y eficacia del sagrado rito celebrado en latín, se encontró en condiciones de reconocer que “frecuentemente el empleo de la lengua vernácula puede ser de gran utilidad para el pueblo”, y autorizó dicho empleo[16]. El interés con que en todas partes se acogió esta determinación fue muy grande, y así, bajo la dirección de los Obispos y de la misma Sede Apostólica, se ha podido llegar a que se realicen en lengua vernácula todas las celebraciones litúrgicas en las que el pueblo participa, con el consiguiente conocimiento mayor del misterio celebrado.

13. Aunque el uso de la lengua vernácula en la sagrada Liturgia es un instrumento de suma importancia para expresar más abiertamente la catequesis del misterio contenida en la celebración, el Concilio Vaticano II advirtió también que debían ponerse en práctica algunas prescripciones del Tridentino no en todas partes acatadas, como la homilía en los domingos y días festivos[17], y la posibilidad de intercalar moniciones entre los mismos ritos sagrados[18].

Con mayor interés aún, el Concilio Vaticano II, consecuente con presentar como “el modo más perfecto de participación aquel en que los fieles, después de la Comunión del sacerdote, reciben       el Cuerpo del Señor consagrado en la misma Misa”[19], exhorta a llevar a la práctica otro deseo ya formulado por los Padres del Tridentino: que para participar de un modo más pleno “en la Misa    no se contenten los fieles con comulgar espiritualmente, sino que reciban sacramentalmente la Comunión eucarística”[20].

14. Movido por el mismo espíritu y por el mismo interés pastoral del Tridentino, el Concilio Vaticano II pudo abordar desde un punto de vista distinto lo establecido por aquél acerca de la Comunión bajo las dos especies. Al no haber hoy quien ponga en duda los principios doctrinales del valor pleno de la Comunión eucarística recibida bajo la sola especie de pan, permitió en algunos casos la Comunión bajo ambas especies, a saber, siempre que por esta más clara manifestación del signo sacramental los fieles tengan ocasión de captar mejor el misterio en el que participan[21].

15. De esta manera, la Iglesia, que conservando lo “antiguo”, es decir, el depósito de la tradición, permanece fiel a su misión de ser maestra de la verdad, cumple también con su deber de examinar y emplear prudentemente “lo nuevo” (cfr. Mt 13, 52).

Así, una parte del nuevo Misal presenta unas oraciones de la Iglesia más abiertamente orientadas a las necesidades actuales; tales son, principalmente, las Misas rituales y por diversas necesidades, en las que oportunamente se combinan lo tradicional y lo nuevo. Mientras que algunas expresiones, provenientes de la más antigua tradición de la Iglesia, han permanecido intactas, como puede verse por el mismo Misal Romano, reeditado tantas veces, otras muchas expresiones han sido acomodadas a las actuales necesidades y circunstancias, y otras, en cambio, como las oraciones por la Iglesia, por los laicos, por la santificación del trabajo humano, por la comunidad de las naciones, por algunas necesidades peculiares de nuestro tiempo, han sido elaboradas íntegramente, tomando las ideas y muchas veces aun las expresiones de los documentos conciliares recientes.

Al hacer uso de los textos de una tradición antiquísima, teniendo también en cuenta la nueva situación del mundo, según hoy se presenta, se han podido cambiar ciertas expresiones, sin que aparezca como menosprecio a tan venerable tesoro, con el fin de adaptarlas al lenguaje teológico actual y a la presente disciplina de la Iglesia. Por ejemplo, han sido modificadas algunas que miran  a la apreciación y el uso de los bienes terrenos, y otras que se refieren a ciertas formas de penitencia corporal, propias de otros tiempos.

Se ve, pues, cómo las normas litúrgicas del Concilio de Trento han sido en gran parte completadas y perfeccionadas por las del Vaticano II, que condujo a término los esfuerzos para conseguir  un mayor acercamiento de los fieles a la Liturgia, esfuerzos realizados a lo largo de cuatro siglos, y sobre todo en los últimos tiempos, debido principalmente al interés por la Liturgia que suscitaron san Pío X y sus sucesores.

Notas

[1] Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XXII, del 17 de septiembre de 1562: Denz.-Schönm. 1738-1759.

[2] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 47; Cfr. Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 3, 28; Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum ordinis, nn. 2, 4, 5.

[3] Misa vespertina de la Cena del Señor, Oración sobre las ofrendas. Cfr. Sacramentarium Veronense, ed. L.C. Möhlberg, n. 93.

[4] Cfr. Plegaria eucarística III.

[5] Cfr. Plegaria eucarística IV.

[6] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, nn. 7, 47; Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum ordinis, nn. 5, 18.

[7] Cfr. Pío XII, Carta Encíclica Humani generis, del 12 de agosto de 1950: AAS 42 (1950), pp. 570-571; Pablo VI, Carta Encíclica Mysterium Fidei, del 3 de septiembre de 1965: AAS 57 (1965), pp. 762-769; Sollemnis professio fidei, del 30 de junio de 1968, nn. 24-26: AAS 60 (1968), pp. 442-443; Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, del 25 de mayo de 1967, nn. 3 f, 9: AAS 59 (1967), pp. 543, 547.

[8] Cfr. Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XIII, del 11 de octubre de 1551: Denz.-Schönm. 1635-1661.

[9] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum ordinis, n. 2.

[10] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 11.

[11] Ibid., n. 50.

[12] Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XXII, Doctrina sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa, cap. 8: Denz.-Schönm. 1749.

[13] Ibid., cap. 9: Denz.-Schönm. 1759.

[14] Ibid., cap. 8: Denz.-Schönm. 1749.

[15] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 33.

[16] Ibid., n. 36.

[17] Ibid., n. 52.

[18] Ibid., n. 35, 3.

[19] Ibid., n. 55.

[20] Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XXII, Doctrina sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa, cap. 6: Denz.-Schönm. 1747.

[21] 21 Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 55.