Kimberly Baker

 

28 agosto de 2015

Nuestra cambiante sociedad está perdiendo rápidamente su contacto con Dios y divide a los seres humanos en ganadores y perdedores. En medio de las presiones cotidianas, resulta tentador ver a los demás como medios para un fin. Podemos concentrarnos demasiado en la búsqueda individual por cubrir nuestras necesidades y lograr nuestros objetivos sin pensar en quienes nos rodean. Cuando no descansamos en nuestra fe en el amor de Dios, comenzamos a perder nuestra humanidad y la admiración por la vida en general. La pérdida de contacto con Dios nos lleva a lo que San Juan Pablo II llamó la “cultura de la muerte”.

En su encíclica Lumen fidei (La luz de la fe), el Papa Francisco sostiene que la fe es la base de todos los demás aspectos de la vida. Resume el dilema actual de la siguiente manera: “Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia” (número 13).
 
La luz de la fe nos salva de este destino, ayudándonos a vernos a nosotros mismos y a ver al mundo con una mirada renovada. El Papa Francisco describe la experiencia de la fe como “la luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo, una luz que toca la persona en su centro, en el corazón, implicando su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros” (número 40).

Mientras más se ilumine nuestra perspectiva con la fe, más veremos que la vida es un regalo que debe atesorarse minuto a minuto. Nos volveremos más sensibles a la belleza y bondad que nos rodea en lo cotidiano, porque veremos que todo es un regalo que señala a Dios, quien nos lo ha dado generosamente y sin pedir nada a cambio. Resumiendo, la fe nos hace más plenamente humanos, nos permite contemplar más profundamente la realidad que trasciende los aspectos mundanos de la existencia cotidiana.

La fe en Dios nos ayuda a comprender lo sagrado de la vida humana. Recordamos cómo la mirada bondadosa de Dios se posó en nosotros y cuánto Dios desea que alcancemos nuestro potencial y nos convirtamos en lo que debemos ser. Desde la eternidad, Dios nos pensó a cada uno de nosotros y desea que sintamos su amor y vivamos nuestra misión, que es única. Cuando comprendemos que somos sagrados y dignos, lo profundo de nuestro ser se conmueve y nos llenamos de una alegría tal que deseamos compartirla con los demás.

Nuestra fe es fuente de resplandor para cada área de nuestra vida. Nos ayuda a ver a los demás seres humanos como regalos, como personas que deben ser respetadas y amadas por su valor, más que como objetos que deben usarse o tomarse por sentado. Si contamos con la seguridad interior de que somos profundamente amados, de que cada uno de nosotros tiene su propósito especial en este mundo, llevaremos esa confianza y alegría dondequiera que vayamos. Y el resplandor de esta luz iluminará a los demás y nos ayudará a reflejar mejor el amor de Dios a todos los que cruzan nuestro camino, construyendo así una cultura de la vida.



Kimberly Baker es coordinadora de programas y proyectos para el Secretariado de Actividades Pro-Vida de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos. Para más información sobre las actividades pro vida de los obispos, visite www.usccb.org/prolife.

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