Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre / para unirse a su mujer y los dos llegarán a ser uno solo. Gran misterio es éste, que yo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia. (Efesios 5,31-32)

San Pablo no podía haber estado más acertado. Esta enseñanza cristiana –que el matrimonio y la relación entre Cristo y la Iglesia se iluminan mutuamente– sigue siendo “un gran misterio”. ¿Qué puede significar?

Al menos, debe significar que el matrimonio es una cuestión mucho más importante que lo que indican los programas de televisión y revistas de bodas. También significa que Dios mismo hizo el matrimonio, y lo tuvo en cuenta cuando creó dos sexos “opuestos” que pueden formar “un solo ser”. Finalmente, la referencia a Cristo y su Iglesia nos da la clara impresión de que el matrimonio, de manera similar a la relación entre Dios y el Pueblo de Dios, podría implicar un gran sacrificio por el otro, fidelidad total y no pocos altibajos.

Las enseñanzas directas del Nuevo Testamento sobre el matrimonio–las de San Pablo que se acaban de mencionar y de Jesús en Mateo 19,6 (“lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”)–se prefiguraron en las muchas alusiones del Antiguo Testamento a las cualidades maritales de la relación entre Dios e Israel, hasta el punto de llamar a Israel adúltera cuando se alejó de la fidelidad de Dios.

¿Qué tan alejado está ese retrato de nuestras conversaciones modernas sobre el matrimonio que, si no hablan del vestido de novia o la boda en un sitio turístico, aún se refieren a lo económico y lo utilitario? No pasa una semana sin que leamos sobre un nuevo estudio o encuesta que habla sobre hombres y mujeres jóvenes que toman decisiones estratégicas sobre el matrimonio basadas en sus planes educativos, sus ingresos o sus deseos de vivir ciertas experiencias y aventuras antes de sentar cabeza en la vida adulta del matrimonio y los hijos. Asimismo, cada vez con más frecuencia, aparecen historias o estudios que pretenden mostrar la “muerte del matrimonio” basándose en que una vida de solteros o de cohabitación sexualmente activa son esencialmente superiores, o que a las mujeres les iría mejor si disfrutan solas sus ahora elevados ingresos, o que la fidelidad es casi imposible (y tal vez no sea deseable).

La fe cristiana implica una vida tan diferente de la de calculado interés personal que cuesta ver cómo los católicos pueden estar pensando en esa vida mientras viven en este mundo. Cualquier respuesta aceptable, por un lado, se apoyará firmemente en los abundantes datos de hoy día que demuestran que la forma católica del matrimonio “sirve” para apoyar el florecimiento de los individuos, familias y comunidades. Por otro lado, se apoyará firmemente en una comprensión de la dignidad a la cual Dios nos ha llamado a cada uno de nosotros, hechos a su imagen y semejanza como hombre y mujer, y llamados a vivir como Jesús vivió, en amor y servicio al prójimo hasta la muerte.

Comenzando con el último punto, el Beato Juan Pablo II no podía haber sido más claro en su Encíclica El Evangelio de la vida (Evangelium vitae, no. 81): “La vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado”. Para la mayoría de las personas, ese sentido se descu- bre en el matrimonio. Incluso hoy día, alrededor de 80% de los estadounidenses se casan antes de los 40 años. No es sorpresa que Juan Pablo II llame el matrimonio el “sacramento primordial” (es decir, el primero, el más fundamental), y “punto central del ‘sacramento de la creación’” (Juan Pablo II, Audiencia General de los miércoles, 6 de octubre de 1982).

En otras palabras, y bien simplificado, el auténtico “darse el uno al otro” entre un hombre y una mujer en matrimonio está unido con el misterio de Cristo y la Iglesia. En este sacramento, el esposo y la esposa hacen visible la gracia invisible del amor fructífero perpetuo de Cristo, quien como Hijo de Dios pertenece a la comunión eterna de amor conocida como la Trinidad. Dios deseó entrar en la comunión más íntima con su creación al venir entre nosotros, como uno de nosotros –Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre – y entregándose a sí mismo para la vida del mundo. Las parejas casadas manifiestan esta “realidad invisible” de comunión con una vida de donación de sí mismos mutua y perpetua, que también es la fuente de la procreación.

Suena extraño para los oídos modernos, sin dudas, que hablemos sobre esta experiencia muy humana, muy común, sumamente imperfecta de amor romántico y práctico que llamamos matrimonio, como un vislumbre de Dios. Hay que acostumbrarse. Pero eso es lo que estamos llamados a hacer porque el matrimonio es eso. El matrimonio es un don y una tarea (para usar más lenguaje de Juan Pablo II). Juan Pablo II y Benedicto XVI nos han recordado aún más, y con bellas palabras, que nuestra dignidad como seres humanos exige nada menos que lo que el matrimonio es. En otras palabras, cuando los esposos se dicen mutuamente: “Te amo y deseo tener hijos contigo”, nada menos que toda su vida, nada menos que toda su persona, será suficiente.

Es muy triste que para algunos, solamente cuando hay una disolución del matrimonio, se hace evidente lo esencial que era el amor y la fidelidad del otro cónyuge para asegurar un sentido de seguridad y valor propio. Sin embargo, la mayoría de nosotros hemos tenido la suerte de ser testigos de un matrimonio en el que los esposos realmente logran una donación mutua de sí mismos que hace que el sentido pleno del matrimonio sea más claro que lo que puede lograr cualquier descripción. Abre nuestros ojos a las posibilidades.

Hoy día también se ha vuelto bastante aparente que el “modelo” católico de matrimonio – fiel, exclusivo, permanente y procreativo – “funcione”. De hecho, es el modelo que los estadounidenses en general anhelan, sean católicos o no. Los estudiantes de escuelas secundarias y de universidades responden regularmente a encuestas sobre aspiraciones del matrimonio ubicando el matrimonio para toda la vida y el ser padres en los primeros puestos entre las posibles metas de vida. De hecho, los estadounidenses que tratan de evitar con mucho esfuerzo algunos de los impedimentos más comunes para un matrimonio feliz, entre ellos, la cohabitación y tener hijos fuera del matrimonio, tienen más posibilidades de lograr un matrimonio que sea duradero e incluya hijos. Ellos dos y sus hijos luego recogen muchas de las ventajas del matrimonio: estabilidad marital y financiera, seguridad emocional y logros educativos, entre muchos otros.

Lamentablemente, más y más investigadores descubren que otros estadounidenses tienen menos probabilidades de casarse, más probabilidades de cohabitar y muchísimas más probabilidades de dar a luz hijos fuera del matrimonio que en décadas pasadas. Incluso desde una perspectiva meramente secular, esto es preocupante. Investigadores han escrito extensamente sobre cómo el matrimonio introduce a los seres humanos a la posibilidad de amar a los “no emparentados”, aquellas personas que no son nuestros parientes de sangre. Han descubierto la asociación entre aprender a amar sacrificada e incondicionalmente a un cónyuge y a sus hijos, y el desarrollo de la autodisciplina, la generosidad y el altruismo. Y la evidencia económica ha demostrado con números fríos y rotundos hasta qué punto el matrimonio es la “célula fundamental de la sociedad”. En las comunidades donde el matrimonio es débil, la economía sufre, y más miembros de la familia, en especial las personas de más edad y los jóvenes, necesitan apoyo del Estado.  

El matrimonio no es simplemente una elección entre muchas en la vida de una persona. No es un mero contrato con otra persona, más o menos duradero, para un intercambio de amor y de buenos momentos. Ni siquiera es simplemente un “estado” que el estado asigna a tu relación, si satisfaces los requisitos jurídicos para casarte.

Los católicos consideran que el matrimonio es una vocación, “un llamado”. Es una forma de vida que ofrece continuas oportunidades de prestar un servicio amoroso al otro. El matrimonio tiene una forma de llamarnos para que esto suceda, y de hacer que queramos que suceda. Es una realidad espléndida y a su vez un negocio serio. No es para celebrarlo sin pensarlo. La persona con la que te casas, y su salvación, es parte permanente de tu propio camino hacia la salvación. Obviamente, Dios está en medio de esto. Se debe considerar que la mayoría de los que se casan aún se aferran mutuamente hasta que la muerte los separe. Y entonces, si pensabas que el matrimonio era un llamado grandioso, una parte dramática de la existencia, tenías razón.


Helen M. Alvaré, Esq. es profesora asociada de Derecho en George Mason University School of Law y asesora del Comité Pro-Vida de los Obispos.

Extracto de El Evangelio de la Vida (1995) del Beato Juan Pablo II, se usa con permiso de la Libreria Editrice Vaticana. Se reservan todos los derechos. La citas bíblicas se han tomado de la Biblia Latinoamérica © 1972, Ramón Ricciardi y Bernardo Hurault, Sociedad Bíblica Católica Internacional. Se usan con permiso. Se reservan todos los derechos.

© 2012, United States Conference of Catholic Bishops, Washington, D.C.